18 de Diciembre de 2015
Entrevista en programa “Acto Único”, transmitido por ARTV Televisión y conducido por el Director de la Escuela de Teatro de la Universidad Finis Terrae y crítico teatral, Eduardo Guerrero Del Río.
E.G. : Después de tantos años conociéndonos, y después de haber escrito un libro de entrevistas sobre tu obra, me hice la siguiente pregunta: ¿no te interesaría a ti interrogarme?
J.D. : Realmente es buena idea. El problema con las personas que te entrevistan, surge cuando saben mucho acerca de ti. Entonces, me da mucho temor que empieces diciéndome “bueno, Jorge, ¿qué tal la próstata?”. A Hans Hermann, gran periodista y amigo, le gustaba mucho hacerme entrevistas, sobre todo para ponerme en situaciones difíciles. Y una de ellas era preguntarme por mi primera obra escrita, la que oculto de un modo absoluto, llegando a pagar grandes sumas de dinero para hacer que se olvide.
E.G. : Jorge, me gustaría iniciar este diálogo aludiendo a tu primera obra, “Manuel Rodríguez”.
J.D. : No voy a dar ningún detalle, porque el polvo del tiempo hará que esto se olvide tarde o temprano. Además, afortunadamente, vivimos en un país amnésico. Esta obra es la segunda obra en Chile con más actores en el escenario, entre treinta y cinco y cuarenta actores, superada, solamente, por “Fuenteovejuna” del ITUCH. Este gran elenco provocó que la temporada durara unos cinco días, y el trauma de esta producción -tardé dos años en recuperarme- hizo que mi siguiente obra fuese un monólogo, titulado “Un hombre llamado Isla”. O sea, de cuarenta actores, pasé a uno solo.
E.G. : Aunque tú no lo creas, tengo un par de críticas a “Manuel Rodríguez”. En algunas de ellas, bastante lapidarias, se dice que ojalá este joven dramaturgo no se dedique a escribir teatro. ¿Por qué insististe?
J.D. : Ésa es una pregunta que me he hecho muchas veces. Creo que fue el azar y la presión, un poco descontrolada, de los miembros del Ictus, no porque intuyeran un gran talento, sino porque yo era el único que tenía máquina de escribir, la que solía usar para las especificaciones técnicas de los trabajos de arquitectura. Entonces, en Ictus dijeron: “ el que tenga una máquina de escribir que levante el dedo”, y yo lo levanté. Así, apareció “Un hombre llamado Isla” y luego, “El cepillo de dientes”, formando un espectáculo.
E.G. : Nunca más dejaste de escribir.
J.D. : No. Ahí se produjo una extraña relación entre el dedo y la tecla, que permanece hasta el día de hoy. Tengo artrosis en las articulaciones, producto del tecleo, pero creo que voy a permanecer un tiempo más.
E.G. : ¿Conservas la máquina o estás en la era del computador?
J.D. : No, no estoy en la época del computador. Mi máquina era una olivetti portátil, que debe estar en algún armario de mi casa. Ahora tengo una máquina de escribir portentosamente retrasada con respecto a cualquier sistema electrónico, pero me permite escribir bien. Bueno, yo escribo realmente a mano, eso es lo que pasa.
E.G. : Son ya cuarenta años de vinculación con la dramaturgia y el teatro. ¿Qué síntesis puedes hacer al revisar este proceso?
J.D. : Mira, sin tratar de hacer ninguna paradoja divertida, creo que el balance de estos cuarenta años es el mismo que tuve el primer día, cuando levanté el dedo indicando que tenía una máquina de escribir. Yo no me siento un dramaturgo; no soy un dramaturgo. Yo soy una persona que imagina y fantasea. Soy absolutamente inmaduro. Hace treinta años, el siquiatra me dijo que estaba viviendo una etapa absolutamente infantil, lo que significaba que mi juventud iba a ser a los cincuenta, y la madurez a los ochenta. Recién a los noventa y cinco, podía ser padre.
E.G. : ¿Se ha cumplido ese orden?
J.D. : Se ha cumplido hasta cierto punto. Ahora estoy saliendo de la pubertad, y el acné es el único problema. Lo que me pasa es que cada vez que escribo una obra, la escribo con una compulsión ansiosa; es decir, antes de empezar una obra, trato de postergar el momento de la primera línea, sintiendo toda clase de impulsos y sensaciones urgentes. Defecar es una de ellas. Otro deporte que me hace postergar mucho ese momento, es cortarme las uñas de los pies, lo que me produce siempre un gran placer. Sin embargo, el lenguaje tiene una fascinación tan extraordinaria que con la mente absolutamente vacía, con una ansiedad horrorosa y con las tripas sonando sinfónicamente, las palabras empiezan a tirar de ti como si tuvieras dentro del cerebro una madeja de lana enrollada. Ese hilito sale por la nariz, se desenrolla la madeja, y se comienza a producir. El lenguaje me provoca la lucidez; la página en blanco, la locura. Cuando se termina la obra, viene algo bastante siniestro: el síndrome de abstinencia. Entonces, te dan ganan de llorar a gritos, o confundes la lavadora con la televisión. Luego, al releer la obra, compruebas con bastante espanto que ella es una obra frustrada. Así, la carrera de un dramaturgo, mi carrera en estos cuarenta años, es la acumulación de obras frustradas, el síndrome de abstinencia y la compulsión por defecar.
E.G. : ¿ Cómo es un día típico en la vida de Jorge Díaz?
J.D. : En cuanto a la escritura, soy absolutamente caótico; pero respecto a la vida doméstica, soy muy sincronizado, convencional y monástico. Yo estuve en un convento, en el que a las cinco y media de la mañana tocaban la campana, y había que levantarse. Entonces, quedan secuelas como, por ejemplo, el levantarse muy temprano. Con la escritura, sin embargo, pasa otra cosa; ella es permanente, durante el día o en cualquier momento; puede ser en la noche, también. Pero sobre todo, me gusta escribir en los cafés, costumbre que adquirí en España, ya que aquí, al lado de la sala La Comedia, había un cafetucho infecto, donde vendían gordas con chucrut. El telón de fondo eran los eructos de los bebedores de cerveza, para nada inspiradores.
E.G. : A ti las gordas nunca te han inspirado.
J.D. : La gorda con chucrut, no. Pero hay otras gordas que sí. En cualquier caso, digo que en Madrid empecé a escribir en los cafés, por razones obvias, porque al comienzo viví con patrona, como se dice en España. Vivía de huésped de una bruja muy aterradora, de manera que me salía muy temprano de la casa, y me iba a los cafés a escribir. Esto lo he mantenido a través de mi vida, y es incomprensible para casi todo el mundo. Si estoy en el Tavelli de Providencia, me hacen entrevistas y se acerca gente, todo esto en medio de un cuchareo atroz, porque me coloco en una mesa cerca de donde lavan los platos. Pero esos ruidos de todas clases no me molestan en absoluto. Se me produce una campana de vacío que me aísla, y que me permite espiar.
E.G. : Cuando tuve la primera oportunidad de acercarme a ti, en España, se decía que eras una especie de lobo estepario. ¿Ha cambiado esa imagen?
J.D. : Sí, ha cambiado muchísimo. Esta entrevista hubiera sido absolutamente imposible en los años sesenta. Yo fui director del teatro Ictus durante dos años, y circulaba como un alma en pena por los pasillos del teatro. Tenía dos o tres agujeritos, eso sí, para mirar al público por todas partes, lo que se constituía en mi única relación con el espectador. Realmente, mi contacto con la representación teatral ha sido siempre muy malo y esporádico. En cambio, disfruto de los ensayos en los teatros vacíos. Ese contacto con los actores inseguros, probando cosas, me atrae muchísimo. Al llegar a España, me encontré con un Madrid desaforado, absolutamente extrovertido; y yo, pulcro y acartonado, me sentaba en un café. Al lado mío, se ubicaba un señor desaforado que se ponía a sollozar sobre mi hombro, haciéndome las confidencias más horrorosas de su vida matrimonial, de su vida sexual, de todo; es decir, la extroversión del español llega a límites insospechados. Entonces, esa fue una cura, una terapia de grupo. El grupo, en este caso, era todo Madrid, y la terapia me resultaba gratis. Cuando llegué aquí, en 1994, hice dos o tres presentaciones y conferencias, por lo que Carla Cristi decía: “se fue a España un enfermizo patológico, y volvió un exhibicionista”. Y efectivamente, hay algo de verdad en eso. Hay un momento, esto le pasa a tipos como yo, en que la mezcla explosiva de adrenalina, producida por el pánico, timidez y exhibicionismo, producen un resultado increíble. Te puedes desnudar en escena, bailar zapateo americano, sin saber bailar zapateo americano, o hacer cualquier cosa.
E.G. : Viajas a España en 1965, y tu actividad primordial es la escritura. Sin embargo, te vinculas y formas compañías de teatro, como el Teatro del Nuevo Mundo, con el cual haces giras e itinerancias. ¿Cómo se forma esa compañía?
J.D. : La razón es simplísima: supervivencia. Yo llego con una mano atrás y otra adelante, aunque, en realidad, podría haber ido sin una mano atrás y otra adelante, pero los chilenos somos tan tímidos, tan incapaces de caminar desnudos, que tenía que encontrar alguna forma de trabajo. Entonces, empecé a organizar unas lecturas dramatizadas, con una excelente actriz chilena ya fallecida, Magdalena Aguirre. De estas lecturas, pasamos a un invento. Nosotros presentábamos guiones de conferencias, que no tenían por qué ser censuradas. Recuerda que era la época de Franco, que Dios lo tenga en su santo infierno. Yo aparecía con un atril de conferencista y con una botella de agua. Comenzaba la conferencia, y a los cinco minutos, entraba Magdalena Aguirre y me interpelaba. A los diez minutos estábamos actuando, y a los veinte, había desaparecido el atril y estábamos haciendo una obra. Este sistema funcionó bastante bien, hasta que lleno de agujas le dio la pataleta final al benemérito, y en ese momento empezamos a trabajar con toda libertad haciendo itinerancia por España, cosa que yo no había hecho nunca en el Ictus, porque allí teníamos la tradición de que si queríamos ir, por ejemplo, a Viña, había que pedir que al Teatro Municipal lo transformaran en la sala La Comedia; sólo si conseguíamos esta transformación, íbamos. En España, partíamos con un baúl y nada más; baúl que me costó un lumbago maravilloso, pero que me sirvió para conocer el oficio del teatro.
E.G. : Durante tu larga ausencia, se desconoce la producción que realizas en España, y se te sigue considerando como el autor de “El cepillo de dientes”. Sin embargo, en este último tiempo, se ha manifestado mucho interés por montar otras obras tuyas. ¿A qué se debe ese interés?
J.D. : En primer lugar, las obras no eran conocidas, porque no llegaban referencias de ellas. Cuando un libro se publica, tarda un tiempo en ser conocido. La “Antología subjetiva”, por ejemplo, fue publicada en 1996, y recién ahora están empezando a pedirme algunas de las obras que aparecen en esa antología. En segundo lugar, mi contacto con grupos jóvenes ha sido positivo. Al regresar, yo no tenía ninguna posibilidad de integrarme a un antiguo Ictus o a un grupo de la gente de mi generación; eso estaba descartado. Tampoco he tenido el interés, o la fuerza suficiente, como para formar un grupo nuevo. Entonces, se me ha acercado gente joven, proponiendo nuevas miradas a mis obras. Y como yo soy un escritor raro, no me importa que las cambien, lo que se transforma en algo muy atractivo para los jóvenes.
E.G. : ¿Crees que durante estos últimos años ha existido una renovación en la dramaturgia chilena?
J.D. : Sin duda. Creo que el momento dramatúrgico chileno, en esta época, es espléndido. Los teatristas jóvenes tienen una actitud de mucha seriedad respecto a su trabajo. Yo empecé como dramaturgo levantando el dedo, porque tenía una máquina de escribir. Hoy día, eso es impensable, ya que existe una formación responsable y seria. Por supuesto que uno puede estar de acuerdo con ciertos estilos, pero eso es de escasa importancia. Lo cierto es que hay una dramaturgia emergente y potentísima.
E.G. : ¿Llega un momento en que el creador siente que ya lo ha dicho todo o siempre hay algo que decir?
J.D. : En ese sentido, soy terriblemente intuitivo; nunca obedezco ni a mi razón, ni a mi raciocinio. Para la escritura, me dejo guiar por una tripa secreta, que debo tener en alguna parte (en las radiografías nunca ha salido), y que de alguna manera está vibrando con lo que pasa alrededor. Eso es lo que me indica por dónde debo andar, porque el análisis sociológico, por ejemplo, está muy ajeno a mí. Yo me dejo llevar por el impulso de mi intuición, y el lenguaje me ayuda mucho.
E.G. : ¿Crees que la escritura debiera tener un cierto grado de compromiso?
J.D. : Sí, por supuesto. Y el primer compromiso es con la tripa secreta. Si no se tiene ese compromiso, lo que se produce es mierda, porque va a ser raciocinio, lógica y análisis sociológico. Aparte de ese compromiso, me parece que se debe tener una sensibilidad para captar el entorno, y lo que las nuevas generaciones van sintiendo, ya que el teatro es un arte colectivo.
E.G. : Me gustaría tocar el tema del lenguaje.
J.D. : El lenguaje es un gran misterio. Los lingüistas dicen que las cosas no existen hasta que no son nombradas. Entonces, la realidad existe sólo porque nombramos todo aquello que nos rodea. El lenguaje me motiva de tal manera que me produce, incluso, una gran excitación. Evidentemente, es un campo minado, porque en el teatro, la verbalización es un peligro atroz. Se pueden escribir cosas maravillosas para leer que, sin embargo, en el escenario caen como ladrillos. El lenguaje, las palabras nos acercan al teatro más profundo y nos alejan de él también. Cuándo nos acercan y cuándo nos expulsan del teatro, es un misterio que en cada obra hay que determinar. Por esto, en cada ensayo hay que buscar ese equilibrio. Ésa es, quizás, la razón por la que empecé también a escribir cuentos breves, llevado por la necesidad de hacer piezas brevísimas. Estos cuentos, en realidad, no son cuentos; son obras de teatro. Son miniactos, microactos que, por supuesto, no se pueden representar, porque pueden durar ocho segundos; un minuto como máximo. Sin embargo, siguen estando dentro de ámbito del teatro, porque hay un personaje y una situación.
E.G. : ¿Vienes preparado para ilustrar esto?
J.D. : No vengo preparado en absoluto. Aquí tengo estos libros de microcuentos. Éste tiene un título un poco impronunciable y provocador, “Textículos ejemplares”. Una ilustre, honorable y muy reputada, no sé si les va a parecer mal la palabra, académica de la Universidad Católica, dijo: “No me extraña. Jorge Díaz escribe de la cintura para abajo”. La verdad es que acertó en dos aspectos fundamentales. En primer lugar acertó, porque yo escribo con una pluma ‘mont blanc’ que siempre llevo en el bolsillo de la cintura para abajo. Pero también acertó por otras razones. Voy a leer un cuento para darle la razón a la catedrática, “El exhibicionista”, publicado en otro de estos libros (“Breviario impío”): “Me llamo Celestino y afirmo categóricamente que el exhibicionismo es una cosa malísima, sobre todo por los enfriamientos. En invierno, uno tiene que ir por ahí en cueros, sólo con un impermeable, y esperar horas frente a los colegios de niñitas agarrando unos resfriados de espanto. Pero un exhibicionista vocacional corre peligros aún peores, además de la bronquitis crónica y la congelación de las partes nobles pudendas. Por ejemplo, que lo cacen a uno en plena faena, y no me refiero la policía. Hace varios años atrás, estaba yo montando guardia a la entrada de un parvulario. Entonces salieron las niñitas y yo…¡zas! me abrí el impermeable. Las niñas pasaron por delante de mí sin mirarme, o mejor dicho, mirándome sin importarles un pito – perdón, un comino – mi arrogante desnudez. Sin embargo, la profesora se detuvo y me dijo cortésmente: hay algo en usted que me inspira ternura. Entre, por favor, y conversemos un rato. Resultado: me casé con la parvularia y formamos un matrimonio modelo. Ahora pertenezco a cinco comités de moralidad ciudadana y, eso sí, de vez en cuando hago exhibicionismo frente al espejo del baño, para que no decaiga la moral; es decir, me he convertido en un corruptor de mí mismo.”
E.G. : En un análisis muy global de tu obra, pueden encontrarse motivos o temáticas recurrentes, tales como la pareja, la soledad, la dialéctica entre la vida y la muerte, y la ternura, por nombrar algunas. Entonces, ¿podríamos decir que estos motivos se relacionan con elementos autobiográficos?
J.D. : En muy poco. Yo vivo de la imaginación, y como lo dije, soy una persona inmadura, que está recién saliendo de la pubertad. Por lo tanto, vivo de la fantasía. Sé que en el mundo hay escritores maravillosos que escriben desde la experiencia. Sin embargo, yo vivo de la imaginería. A mí me pagan, y me dieron el Premio Nacional, por estar tendido en la cama mirando las arañitas del techo, mientras me paso películas, cosa que encuentro terrible. Cuando me llamó el ministro Arrate a España, no lo podía creer. Fíjate que yo no sabía lo que significaba el Premio Nacional de las Artes de la Comunicación y Audiovisuales. No entendía para nada esa historia. Incluso llegué a pensar que se habían equivocado, y que el premio era para Jorge Díaz, el locutor de canal trece. Todo aquello era muy raro para mí. Me premian y me pagan para imaginar; sin embargo, reconozco que entre escribir y vivir he preferido escribir. Como temas, la ternura y el amor siempre han estado presentes. También el desamor. Voy a leer un par de cuentos que tienen que ver con eso. “Me abandonaste. Los días que siguieron se convirtieron en túneles negros sin salida. Pensé en suicidarme, y escribí la última carta al juez de turno. En el último momento, con el dedo en el gatillo, me di cuenta de que sin ti me duraban el doble los desodorantes, la pasta de dientes, el papel higiénico y el whisky. Entonces, comprendí cabalmente el significado de tu ausencia, y empecé a ser feliz.”
E.G. : ¿Vas a leer el otro cuento?
J.D. : Sí, porque tiene que ver con el amor; con el desamor, más bien.
E.G. : Temas muy presentes en tu obra.
J.D. : Más que presentes, omnipresentes. “La conocí un domingo. Esos domingos, ustedes saben, asquerosos, con olor a ketchup y mostaza. Ella estaba en el andén del metro, apoyada en la pared y mascando un chicle. Jamás había visto a alguien rumiar de esa manera. Es que era sensual: suave, pero con firmeza; rítmicamente, implacable. Masticaba el chicle no sólo con la boca, sino con todo el cuerpo, con todos sus tendones, nervios, con todos sus jugos y glándulas. Masticaba el chicle con el sexo. Era maravillosa. Me miró, pero no dejó de masticar el chicle. Sonrió, pero no dejó de masticar el chicle. Su mano se encontró con la mía, y caminamos así durante tres horas y media, sin hablar. El silencio total a veces se interrumpía por el sonido de sus mandíbulas rumiadoras. Pensé que jamás llegaría a conocer su voz, y ya había perdido toda esperanza de escucharla, cuando de pronto escupió en forma explosiva, orgasmática. A continuación, oí su voz por primera vez. Me dijo: tenís otro chicle. Yo me quedé paralizado de horror. En mis bolsillos tenía, por supuesto, pañuelos de papel, pastillas de menta, llaves, anteojos, chequeras, tarjetas de créditos, pero no tenía chicles. Le ofrecí una aspirina. Me miró con resentimiento y se alejó para siempre. Yo estallé en sollozos incontrolables. Corrí toda la noche por la ciudad, buscándola. Fue inútil. La perdí definitivamente, por no tener otra cosa que aspirinas. Ella necesitaba otra cosa, lo que yo no le supe dar. Ahora voy por la ciudad cargado de chicles, pero nadie me pide uno.”